Por Carlos Aurelio Hernández, Presidente de nuestra Comisión Nacional de Energía de Coparmex
En México, cada peso que el Estado invierte en educación es potencialmente una semilla de prosperidad. Sin embargo, el terreno donde se siembra, una estructura pública rígida, sindicalizada y burocrática, no garantiza que esa semilla germine en desarrollo real.
Los resultados educativos y económicos lo demuestran con claridad, ya que, a pesar de la inversión presupuestal, los rendimientos de la educación en México son bajos, tanto en ingresos para el ciudadano como en recaudación futura para el Estado. Mientras tanto, modelos como el de Suecia, donde se otorgan vales educativos y las escuelas compiten por atraer a los estudiantes, han mostrado que, cuando la educación se trata como un derecho con libertad de elección, los resultados tienden a mejorar.
En Suecia, desde 1992, los padres pueden usar vales otorgados por el Estado para matricular a sus hijos en escuelas públicas o privadas, todas financiadas con fondos públicos. Esto ha llevado a una especialización de las instituciones, que compiten por ofrecer mejores servicios educativos. Aunque este sistema no está exento de críticas, como una creciente segregación socioeconómica o inflación en las calificaciones, ha generado una mayor eficiencia en el uso de recursos públicos, una reducción en la violencia escolar y una mejora en la experiencia educativa percibida por los estudiantes.
En contraste, el sistema mexicano sigue dependiendo de una maquinaria educativa pública fuertemente controlada por sindicatos que, en muchos casos, velan más por sus propios privilegios que por el aprendizaje de los alumnos. Esto se traduce en plazas heredadas, resistencia a la meritocracia y una educación pública convertida en un instrumento de adoctrinamiento ideológico. Porque quien educa desde el poder también puede formar ciudadanos que piensen como él. Y ahí radica el mayor riesgo de la educación pública tradicional: que se use para hipnotizar, no para liberar.
El Centro de Investigación Económica y Presupuestaria (CIEP), en 2020, estimó que una persona con educación universitaria completa genera, a lo largo de su vida laboral, hasta 561% más en recaudación por Impuesto sobre la Renta (ISR) que una persona con nivel medio superior incompleto (CIEP, 2020). Esto significa que la educación no solo es un derecho, sino una inversión pública con claros rendimientos fiscales. Sin embargo, las altas tasas de deserción, la mala calidad de la educación básica y media, y la falta de innovación en el sistema impiden que estos beneficios se materialicen. Si además consideramos que el gasto per cápita en educación en México es casi cuatro veces menor que el promedio de la OCDE, entenderemos que no se trata solo de gastar más, sino de gastar mejor.
Por eso, urge repensar el modelo educativo como un elemento democratizador de la infancia en México. La educación debe seguir siendo gratuita, pero no necesariamente pública. La competencia, la autonomía institucional y la libre elección son factores que empoderan a las familias y exigen a las escuelas dar lo mejor de sí. Un sistema de vales, como el sueco, permitiría descentralizar el poder educativo del Estado y del sindicato, dándoselo a quien realmente le pertenece: a los ciudadanos.
Cada peso invertido en educación no solo debe traducirse en más aulas o más maestros, sino en más oportunidades, más pensamiento crítico, más desarrollo de las conciencias y más libertad. Si queremos que la educación transforme al país, primero debemos liberar a la educación en México de quienes la utilizan para sus propios intereses.