Llega marzo y naturalmente las conversaciones sobre brecha de género se multiplican. Y como mujer en una industria que tradicionalmente ha sido masculina- financiera y tecnológica- lo aplaudo. Hay que hablar sobre esto. La visibilidad del asunto pone sobre la mesa discusiones valiosas e impulsa esfuerzos mancomunados que han significado importantes avances, pero que aún no son suficientes: según el Foro Económico Mundial, con los esfuerzos actuales se apunta a que la paridad total se alcanzará en 131 años.
Paradójica -¿o forzosa?- mente, la Primera Guerra Mundial significó un hito en la transición del sesgo del rol de género. Ante la escasez de fuerza laboral masculina, las mujeres debieron diversificar sus funciones, que entonces eran exclusivas del hogar y la crianza, para además trabajar en las fábricas, muchas veces en condiciones no óptimas y cobrando menos que los hombres que antes realizaban estas labores. Y actualmente, aunque no en su totalidad, como sociedad, aceptamos a la mujer como miembro productivo y no solamente como madre de familia.
Hoy, gozamos de una generación de mujeres altamente calificadas, educadas, con títulos en materias que antes sólo los hombres obtenían. Culturalmente, estamos más cómodos con la ambición de aquellas mujeres que desean expandir sus conocimientos o avanzar en sus carreras profesionales. Y sobre este punto, resulta muy interesante ver cómo un mayor nivel educativo da cuenta de aproximadamente el 50% del crecimiento económico de los países de la OCDE en los últimos 50 años. Más de la mitad de este crecimiento se debe a que las niñas tuvieron acceso a niveles superiores de educación.
De nuevo una paradoja: la pandemia hizo tangible la posibilidad de lugares de estudio y trabajo más flexibles en tiempo y espacio para nosotras. Y en ese mismo sentido, las finanzas modernas, apalancadas en tecnología, también han aportado lo suyo con soluciones que evitan desplazamiento, ofrecen una mayor personalización en los productos (como por ejemplo la posibilidad de tener negocios desde casa y cobrar digitalmente), y una mejor y más sencilla experiencia que deriva en mayor independencia y, en consecuencia, libertad. Este es un punto clave teniendo en cuenta que, según un reporte de Boston Consulting Group, el 70% de las millennials toman la iniciativa en todas las decisiones financieras, en comparación con solo el 40% de las mujeres baby boomers.
Como decía, aún tenemos un largo camino por recorrer. Y en particular en las empresas, mucho por hacer en cuanto a la brecha de género, empezando por ir más allá del porcentaje de empleados que se identifican como mujer, hombre u otros para acompañar y garantizar carreras corporativas en ascenso diversas. Según un reporte de McKinsey, el 48% de los analistas que se emplean se identifican como mujeres, pero solo el 28% de ellas llega a ser parte del C-suite. Me llena de orgullo pertenecer a una organización como Ualá en donde el 42% de los cargos de liderazgo, son ocupados por mujeres y el 38% de puestos en nuestra línea directiva también.
Para seguir en este camino, desde las empresas debemos esforzarnos por buscar procesos justos, pero comprehensivos en las promociones del talento; tener discusiones y capacitaciones para lograr ambientes de trabajo donde las mujeres quieran estar; evaluar políticas tanto de licencia materna como paterna: mientras más cerca estén percibidos ambos beneficios, menos fricción habrá al contratar mujeres en edad de tener hijos.
Y ¿por qué hacerlo? ¿Cómo beneficia esto al mundo? La diversidad de género se traduce en diversidad de pensamiento y creación de productos acorde a las necesidades de las personas que cada género representa. Cuando tenemos al mejor talento logramos mejores resultados. Y el mejor talento es, también, talento diverso. Y por supuesto, y bastante obvio, la diversidad contribuye al desarrollo económico de los países. Entre más personas estén trabajando, mayor la posibilidad de crecer el producto interno bruto. Así de simple.
Sigamos hablando de esto en las empresas. No solo en marzo.